Eran las seis de la mañana de un día de Junio. El sol
ya había roto la noche y un rayo de luz entró por el montante inundando la pared
izquierda de mi habitación; su claridad creciente hizo que mis ojos se abrieran
al nuevo día. Esperé contemplando la pared; observé casi sin pestañear como la luz bajaba lentamente hasta alumbrar una parte del cobertor de mi
cama. Era la hora habitual y como cada día, salté del lecho alegremente
pensando en el delicioso paseo mañanero.
Tras pasar por el baño, preparé mi bolsa e introduje un par de manzanas, unas
pocas galletas, una botella de agua y
mis herramientas habituales. Salí
a la calle acompañado de mi fiel Dulio. Atravesé tres avenidas y llegué hasta el río.
Crucé el puente que me llevaba hasta el ejido
y me detuve a contemplar el amplio
espacio que se abría ante mí. Mi perro echó a correr disfrutando con deleite de
todo el campo que era suyo. Caminamos él
y yo... Dulio haciendo pequeñas carreras,
oliendo aquí y allá los árboles, husmeando
cualquier objeto que encontraba, sin perder en ningún momento la
orientación de mis pasos, siempre
pendiente de cualquier giro de mi
andadura. Tras una hora de caminar me
senté en la primaveral hierba, todavía
fresca y verdeante. A lo lejos
aparecieron unos viejos pastores
con sus rebaños. Dulio corrió como cada día al encuentro de los perros que acompañaban a las ovejas. Observé
expectante y feliz la bucólica escena. Las ovejas, al ver acercarse a mi perro, hicieron sitio
agrupándose entre sí. Le conocían de verle habitualmente pero como no pertenecía a su pastor le miraban
siempre con cierto recelo. La imagen a la distancia era inalienable, en ese momento me
pertenecía, era solo mía y la disfruté. Dejé a mi perro que se distrajera un
rato con sus amigos. Vi como los pastores le acariciaban y le obsequiaban con
alguna golosina que él siempre esperaba y si no se la daban, la reclamaba
insistentemente. Durante un momento estuve anclado, contemplando con placer la escena, era como si hubiera
sufrido un ataque de acinesia. Al fin reaccioné y silbé, Dulio, tras dudarlo
unos minutos volvió corriendo a mi lado. Continué mi camino y me dirigí sin
prisa hacia el altozano, donde unas
encinas crecían juntas y próximos a ellas
prosperaban arbustos de zarzamoras. Superé el suave remonte y me acerqué
a la que preservaba mi tesoro. Abrí la bolsa y extraje los guantes de trabajo,
calcé mis manos y una vez protegidas, las metí entre los espinos. Las moras todavía estaban
verdes y no tuvieron la oportunidad de mancharme, los espinos de las ramas arañaron mis guantes al intentar proteger sus frutos mas no pudieron clavar sus púas en mi carne. En esa caja
fuerte que acomodaba la zarza, guardaba
un precioso y retorcido tronco ya
seco, el cual, desde hacía meses estaba
trabajando pacientemente con mi cuchillo de monte. Había conseguido desbastar
la corteza y ahora estaba puliendo a base de lijas de diferentes grosores el
todavía áspero tronco. Lo lijaba con
delicadeza. Esperaba conseguir un buen bruñido. Mi idea era la de hacer una preciosa lámpara con aquella escultura que me había regalado la
naturaleza. Mi fiel amigo y compañero de vida Dulio, conocía muy bien la rutina
diaria de nuestros paseos y pacientemente se tumbó a mi lado disfrutando del
sol o de la sombra, según le acomodara, mientras, yo daba paso a mi repetido
proceso de trabajo con las lijas. Sobre
las 11:00 de la mañana, con el sol alzando su vuelo, paré mi trabajo, saque el
cuenco de agua de Dulio y le serví una
buena cantidad de la botella. Yo también
eché un trago. Partí las manzanas en pedazos y acompañadas de las galletas a medias nos las comimos los
dos. Transcurrió una hora más. El calor empezaba a apretar y se hacía sentir duramente. Volví a
guardar mi escultura bajo la zarza. Seguidamente regresamos por otra vereda que acortaba el camino a buscar el refugio fresco de la casa, contentos y llenos de energía.
Este cuento es un trabajo que hice para la universidad. Nos dieron las cinco palabras que están subrayadas para construir un relato y esto es lo que yo hice.